22 mar 2010

Mi ángel guardián

Mi ángel guardián fuma. Se toma unos traguitos con otros ángeles guardianes en el centro de Lima y llega tarde a casa, llega por el tragaluz y a veces hace mucho ruido. La vez pasada lo sorprendí atascado entre las púas de la pared trasera, había escalado un poste. “¿No pudiste volar?”, le pregunté. “¿Acaso tú manejas borracho?”, me replicó de inmediato y se fue a dormir en el segundo nivel de mi camarote.

A veces pienso decirle que no necesito de sus servicios, que es en vano, que nunca está conmigo. Pero pienso en mí mismo y recuerdo cuando andaba desempleado. No le deseo lo mismo. ¿Qué haría un ángel guardián desempleado? Nada. Quizás andaría buscando algún trabajo de mensajero, tal vez se dedicaría a eso de la publicidad y volaría llevando carteles como lo hacen ahora las avionetas. Pero no, no le deseo eso.

Lo recuerdo cómo era antes. Bien apegado a su trabajo. Andaba defendiéndome de los grandulones, les decía que yo era inteligente y que si no me golpeaban les enseñaría en los exámenes. “Chócala entonces”, le decían los grandulones y yo, normal, ni sí, ni no. Siempre terminaba primero mi examen y lo dejaba circular por toda la clase, hasta que regresaba a mis manos y extrañamente no todos sacaban la misma nota. Pero la mía era la mayor. Mi ángel, entonces, me guiñaba el ojo, como si hubiese interferido en algo.

Cuando hacía deportes, mi ángel guardián (asignado por la Confederación de Ángeles para Sudamérica, durante las épocas de violencia interna) llevaba una serie de medicamentos sin etiqueta, todos eran líquidos transparentes. Solo las rociaba hacia mis heridas o dolores y hacía que se confundieran con mi sudoración, como para que nadie se entere que tenía una ayuda extra. Así, llegué a no tenerle miedo a los choques, caídas, cabezazos y demás celadas de cualquier deporte. Salvo el ajedrez.

Con el ajedrez, mi ángel se dormía. A veces sospecho que mi apegado vicio por aquel tablero, hizo que mi ángel descuidara su labor. Cabeceaba el aire, estiraba su cuerpo, se desperezaba cual nube nimba y pestañaba pesadamente. Era evidente que se aburría. Incluso nunca quiso aprender a jugar. Así fue hasta que el dije que, si quería, se fuera a dar una vuelta por ahí.

Entonces, cada noche, me batía sangrientamente con mis hermanos en duelos que duraban incluso toda la noche. Mi ángel llegaba cada vez más tarde. Ganaba, perdía, empataba y mi ángel a veces llegaba de amanecida, al principio no noté que llegaba ebrio; pero luego, al expeler humo de cigarro y cerveza en cada aleteo, pensé que era inevitable, normal, común. Además era mayor que yo y se merecía una que otra distracción.

Ahora pienso en que debí decirle algo. Quizás conversar con él. Decirle que el trago no conduce a nada, o conduce a todo, o conduce a todo que finalmente termina en nada. No sé. ¿Quién era yo para dar consejos a un ser asignado por la Confederación de Ángeles para Sudamérica? Además, la violencia interna ya no estaba plagada de atentados o muertos, o secuestrados por el gobierno. Como que tenía un escudo poderoso ante ningún ataque. Un paraguas ante nada de lluvia. Mucho parlante para ninguna pollada.

Y así, llegaba cada vez más tarde, más borracho y más silencioso. Más hedor. Más incomunicación. Hedor. Silencio. Sus alas, a veces mojadas, por lo que tenía que escalar el poste de la vereda y saltar los alambres de púas. Además ya no me acompañaba a los paraderos, ni al mercado, ni a comprar el pan en la esquina. Ahí estaba entonces, un ángel perdido en sí mismo.

Llegué a prestarle algunos libros. Quizás andaba enamorado. Le presté todo Flaubert, luego todo Sartre, todo Vargas Llosa, luego todo Bolaño, todo Bryce, todo Borges (con este último se llevaba muy bien). Pero creo que no fue para bien. Conoció a otros ángeles (tal vez iguales y con los mismos problemas) en el centro de Lima, me dijeron que empezó a fumar marihuana, que se subía sobre las mesas a predicar sobre la poesía de los 50, que maldecía a la generación del 2000 y que aducía que pronto regresarían las épocas revolucionarias y todo ello empezaría con la literatura. Hasta que sus otros amigos ángeles (quienes trabajaban custodiando a comerciantes que viajaban constantemente en ómnibus) lo llevaban en hombros, volando sobre Lima, chocando con uno y otro edificio.

Una vez, me contó uno de esos ángeles, que tal fue la borrachera de una noche que después de orinar sobre el ángel de la pileta de la Plaza Mayor, y ser perseguido por una horda de veinte agentes de serenazgo de Lima, terminaron sobre la azotea del hotel Crillón y entonces mi ángel guardián despotricó contra mí, y contra todos los “protegidos”, que qué nos creíamos, que por qué debían cuidarnos, que por qué no tenían propia vida, y demás reclamos que hicieron pensar a más de un ángel. Esa noche se quedaron dormidos y despertaron porque un par de gallinazos los orinaron desde las alturas, riéndose de tal hazaña. Fue el día en que llegó y tocó con fuerza la puerta. Al abrirle entró casi a empujones sin saludar siquiera y subió a mi habitación. Por el mal olor, yo preferí dormir en la sala.

Desde aquel día, he pensado en que mi ángel debe hacer lo que quiera. No sé. Si le digo algo será algo así como: “Puedes hacer lo que quieras, venir cuando quieras y no le diré a nadie de tus superiores. Más bien, ¿dime qué les digo si es que vienen a buscarte?”. Supongo que entenderá mi posición y se dedicará más tiempo a liberar a todos los ángeles guardianes de la tierra… bueno, aunque sea a los ángeles de Lima… aunque sea a los ángeles asignados por la Confederación de Ángeles para Sudamérica en épocas de violencia. Total, ya no había violencia y todos se merecían tomar algunos tragos con sus amigos en el centro de Lima.

Del blog: www.galinazoconplumas.blogspot.com